Como que no existo
Tengo un chiste conmigo misma desde que empezó el confinamiento preventivo en Colombia sobre la música que escucho, la he titulado “RnB de Depresión”. Esto es, en realidad, un circuito cerrado donde el 90% de las canciones que escucho son de SZA y Ari Lennox, mis sacerdotisas de la soledad de preferencia. He notado que aunque en la pre-pandemia escuchaba mucho reguetón ya no me apetece tanto y no es debido a que el gusto se haya ido, sino que, para mí, el reguetón es un género social: me recuerdan demasiado a las interacciones que la ansiedad de transmitir esta enfermedad a otras personas no me deja disfrutar.
La verdad es que, queramos admitirlo o no, somos seres sociales. Hacemos comentarios irónicos sobre lo mal que nos caen las personas, lo mucho que “odiamos a los otros”, ufanándonos constantemente del fastidio existencial que nos produce el tener que vivir en una sociedad, cuando en realidad lo que queremos decir es que estamos cansados de tener que vivir en una sociedad tan diseñada para agotarnos. Para mi esta necesidad de los otros se ha vuelto extremadamente obvia en medio de una pandemia global que nos empujó —por nuestro bien y el de las demás personas— a un aislamiento que se sentía interminable. Las personas necesitan de las personas.
Los otros son un límite, un contenedor, algo que nos rodea, recoge y, en sus mejores momentos, nos sirve de espejo. Vivir en una sociedad es agotador, pero es más extenuante sentir que no existimos porque la ciudad y los otros han dejado de estar para nosotros como aquello contra lo que reflejamos nuestra propia existencia. En mi caso esto se ha manifestado desde cosas tan sencillas como la ropa. Descubrí que yo me vestía, en realidad, para los otros, no para la “aprobación” de la mirada masculina o de la industria de la moda, pero para ese contrato social tácito que decía que uno debía usar cierto tipo de vestimentas cuando se estaba “viviendo afuera”. En el 2020 el único recuerdo que tengo de haberme vestido con intención y propósito fue para el matrimonio por Zoom de una de mis mejores amigas que vive en Estados Unidos.
Desde que comenzó la pandemia, he compilado una colección de sacos y pantalones de sudadera cada vez más suaves y grandes, ya que no logro justificar el obligar a mi cuerpo a estar dentro de un jean, unas medias pantalón o, dios no quiera, un brasier de varilla, cuando voy a estar sentada en mi casa todo el día. No es que sienta que yo no merezca el sentirme arreglada, sino que siento que lo que merezco es estar lo más cómoda posible. Un comentario que leí en Twitter decía algo así como: “no puedo creer que antes usaba pantalones apretados de tiro alto para pasar dos horas sentada en un tren camino al trabajo”. La suavidad es el punto y la recompensa por sobrevivir en medio de una pandemia global.
Otras veces, el sentimiento viene a través de lo que solamente puedo describir como una disociación leve. Vivo sola, trabajo desde mi casa y cuando han pasado muchos días en los que realmente no interactúo con ninguna otra persona en físico un pensamiento comienza a acumularse como partículas de polvo sobre las cosas de la despensa: ¿y si dejé de existir? Tengo perfectamente claro que existo, al fin y al cabo paso gran parte de mis horas en reuniones de trabajo, cantando (muy para el pesar de mis vecinos) y hablando con amigas, pero al final del día este pensamiento permanece. Es en esos momentos que SZA y compañía entran a jugar, he desarrollado una rutina donde cada vez que me siento desconectada del mundo pongo la música que me recuerda el placer tan específico que es jugar a medirse las tristezas de otras personas. Me gustan las canciones que hablan de dolores que no necesariamente haya vivido: canciones de corazones irremediablemente rotos, que muestran personas que deciden ser caóticas y salvajes y convierten todo el desencanto en motivación para salir adelante y conquistar. Me unto aceites en el pelo, me baño, prendo velas, uso cremas para el cuerpo, espesas y aromáticas, de las que exigen que uno se quede quieto un par de minutos para sentirlas bien. Vuelvo a prender la realidad en mi cuerpo.
Por otro lado, este aislamiento me permitió un preámbulo bastante amable de mis treinta años. De haber tenido la elección, de ninguna manera hubiese escogido pasar mis veintinueve prácticamente enclaustrada, pero descubrí que tampoco fue la peor forma de darle inicio a un nuevo año. Casi todo de lo que se lee y se sabe sobre el llegar a los treinta es que el cuerpo, ignorando por completo que el cerebro se siente diez años más joven, decide cambiar de nuevo. Quienes nunca tuvieron acné de repente encuentran que esto es algo sobre lo que se deben preocupar, las vértebras se echan a la pena si hace un poco de humedad; los dientes, la piel, los huesos, el pelo, un día despiertan y deciden ser otros sin avisarnos. Sospecho que en un universo paralelo sin pandemia el estar ocupada con la vida diaria me habría distraído de estos cambios. Hubiesen aparecido una mañana particularmente triste para empeorar las cosas y recordarme que, sobre el papel, ya no soy “joven”, pero esta existencia pausada de la pandemia me permitió ver los diminutos pasos del tiempo. ¿Qué más tenía para hacer sino estar pendiente de mí misma? Como todas las personas que nos tomamos el clásico de Jennifer Garner 13 going on 30 como una promesa sigo convencida de que cumplir treinta es, posiblemente, una aventura, solo que comenzó más despacio.
Al fin y al cabo, teniendo en cuenta y considerando que el mundo entero se ha armado y desarmado en infinidad de maneras en los últimos años, dejando dolor y ausencias y cambios y miedos y nuevas posibilidades como consecuencia, el hecho de que ya no pueda escuchar reguetón porque me hace añorar otros tiempos más sociales es bastante irrelevante.